El Hogar: Amigo o Enemigo en Tiempos de Pandemia
En-claves del pensamiento
Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, División de Humanidades y Ciencias SocialesLa pandemia actual por Covid-19 ha puesto en evidencia la vulnerabilidad humana ante el confinamiento doméstico que ha deparado en afecciones físicas y psíquicas. La hipótesis es que el hogar ha sido convertido en un recinto donde ahogar los desafueros en un mundo contemporáneo donde la ciudad es el principal escenario del sobrerrendimiento y la autoexplotación del ser humano. La casa se ha convertido en un objeto de producción y consumo, un signo del desvanecimiento del hogar. La persona rendida al trabajo y a la positividad de la vida social la asume como receptáculo y cubículo para consumir y acaparar, no como un hogar. Hoy, cuando más necesitamos de la amabilidad hogareña, los síntomas psíquicos y emocionales muestran lo contrario. El hogar debe ser rescatado.

			Hoy, los habitantes del mundo se enfrentan a un civilizatorio debate entre sus vidas y los peligros que hay 'afuera'. Un microscópico virus -el SARS-CoV2- ha dejado en entredicho la ilusoria seguridad que la humanidad le había adjudicado a la ciencia y al progreso tecnológico. En la actualidad, las grandes ciudades, las urbes globales y las zonas metropolitanas desarrolladas tecnológicamente no son el espacio de vida cotidiana; la casa ha vuelto a ser ese recinto del recogimiento y resguardo que siempre fue. Pero ese refugio se ha convertido en la prisión de muchos.

			

				

				

					
Los argumentos que sustentan dicha tesis radican en el rendimiento laboral -entendiendo al trabajo contemporáneo como empleo remunerado multivariado-, la promiscuidad de lo positivo y el copiado de los estilos de vida ingénitos de la moda capitalista. Las oportunidades para la contemplación, la meditación y el descanso dentro del medio hogareño han sido aprovechadas por las persuasiones y los incentivos capitales para mantener en marcha a la maquinaria. Por consecuencia, el hogar va desapareciendo a través de una figura dominante de casa citadina que muta su significado, se objetiva para un mercado de capitales y pierde su ser trascendente vulnerabilizando la vida humana.

		En la modernización del vivir humano surgió un tipo de casa que representó el signo físico, estático y continuo del estilo de vida capitalista obrero; su modificación fue tanto formal y estética como sustancial. Un nuevo espíritu del hogar fue implantado en las vidas privadas de la capitalista sociedad puritana que encontró la moral citadina en una ética del trabajo arduo y glorificante.

			

				

				

					
Luego, en la posguerra, el movimiento arquitectónico racional, estéticamente austero y funcional entregó a los ciudadanos nuevas formas de casas dotadas del espíritu del progreso y el desarrollo. A la par, las fábricas seriaron sus procesos de producción y más obreros trabajaron en ellas por más horas diarias. Cuando llegaban las crisis económicas a los diversos países, tener dos o más empleos fue la norma para la subsistencia. La vida transcurría más tiempo en los puestos de trabajo y las ciudades que dentro de las casas.

			Hoy, incluso asistimos a una intromisión mayor del trabajo dentro de la casa. Ya no únicamente los trabajos domésticos que en la contemporaneidad capitalista y patriarcal son demeritados legal y económicamente para las mujeres que los realizan,

			

				

				

					
La realidad del trabajo actual es problémica socialmente, pues manifiesta la soledad del trabajador descolectivizado y globalizado que individualmente es reubicado en un sistema productivo organizacional que responde al trabajo fluido e intensificado.

			

				

				

					
Actualmente, las políticas de flexibilización laboral y de apertura del mercado laboral por una globalización que desconfigura las dinámicas particulares de los pueblos, ponen en mano de las personas modalidades de trabajo tan variadas como explotadoras, a saber: el subempleo, el
Ya sea en regímenes laborales típicos o en empleos atípicos y flexibles, dichos espolios mantienen a las personas en una constante reposición de ellos.

			

				

				

					
Una vez más, la esfera laboral permea y trastoca dominantemente la esfera social y la doméstica. Es por esto que hoy, con el incremento de las necesidades, el deseo generalizado de las sociedades por adscribirse a estilos de vida consumistas y la feroz competencia en el mercado laboral, las varias modalidades de empleos, especialmente el teletrabajo, impactan negativamente en la fenomenología del hogar.

			Tristemente, hoy la casa parece haber perdido ese fuego del hogar que daba sentido a la humanidad calma de lo íntimo y por ello, en los actuales tiempos de pandemia y confinamiento domiciliario, los síntomas antidomiciliares son exteriorizados. Por eso, la reflexión filosófica resulta apremiante.

		¿Es la casa citadina de hoy un hogar? Y, también se pregunta por las conductas y comportamientos humanos que dotan de significado al lugar de residencia. Cuando las personas laborales y urbanas, luego de casi un día entero viviendo en la ciudad, regresan a sus casas, se despojan de sus cansancios, insatisfacciones, fracasos y desalientos que rondan los reclamos a la vida, los autorreproches y las consolaciones. Cuando esto sucede, la casa pasa a ser un recinto donde ahogar los desafueros y, por ende, parece perder su carácter y valor como hogar inigualable. Se podría suponer que la casa ha mutado en un recinto anegado por el exceso, las ambiciones, los reclamos, las penurias y las autovejaciones donde es difícil moverse con amabilidad. Esto se ha convertido en un tormento para las personas que hoy están en confinamiento domiciliario y no saben qué hacer con todo ese
En tiempos anteriores, la dinámica cotidiana era otra. La gente caminaba apresurada hacia los puestos de trabajo, transitaba rauda dentro de los automóviles privados y los vehículos públicos hacia los centros comerciales, clubes, bares, restaurantes y otros lugares distantes de la casa, después cada quien regresaba para ahogar en la casa sus desafueros. Una vez que descomprimían la conciencia de tanto atisbo, quedaban en estado soñoliento frente a las pantallas mediáticas para caer anestesiados del sueño. A la mañana siguiente, la misma dinámica se repetía.

			Pese a lo estancada que parezca esta vida, aún hoy ella fluye a través del tiempo como un río que no conserva la misma agua en su cauce. Desde antaño, el vivir humano ha sido eso: el resumen, en un espacio-tiempo preciso, de múltiples acciones que ocurren conjuntamente -dígase respirar, observar, digerir, caminar, habitar, etc.-, que se concatenan en el tiempo. El sentido ontológico del vivir ha estado en la dignificación que ofrece la muerte en un tiempo infinito inabarcable y la ocupación del espacio terrenal opuesto -no contrario- al divino.

			En el tenor actual, vivir resulta indigno si la intranquilidad y la desesperación que condena al ser humano no le permite venerar al espacio y tiempo vividos. Como bien arguyó Byung-Chul Han, una vida así resulta desnuda, carente de continuidad y consistencia, correspondida sólo por la actividad laboriosa que transforma al mundo-de-la-especie-humana en la multitarea neurótica del consagramiento obligatorio y la pseudolibertad.

			

				

				

					
Vivir ha sido el colofón del pensar y crear, del construir y transformar la realidad a gusto mientras existimos; ha sido la justificación del trabajo, de la realización y del habitar. No se vive si no se habita un espacio-tiempo preciso, limitado y finito por demás, reconocido y venerado. No se vive si no se mora una casa donde queden las aspiraciones y recuerdos del espíritu humano. En este sentido, el concepto casa remite al recinto de humanidad donde la seguridad dada por la razón se mezcla con el sentimiento dado por las pasiones, no es la máquina de habitar que indicó Le Corbusier.

			

				

				

					
El hogar es el lugar común de humanidad donde la seguridad y el sentimiento son compartidos entre los seres humanos que lo ocupan. Por eso, el hogar fue simbolizado en la antigüedad a partir del fuego que mantiene cálidas a las personas reunidas en torno a él. Mantener el fuego encendido era, metafóricamente, conservar al hogar.

			Nacemos y crecemos en una casa que aprehendemos como el hogar-mío inigualable y sempiterno. Relegamos entonces el concepto casa a todos los demás inmuebles en donde residimos a lo largo de la vida adulta.

			

				

				

					
Bollnow expresó que siempre el ser humano regresará a esa morada que constituye el centro de su mundo vasto e inabarcable para su corto período de vida.

			

				

				

					
Más que un sitio de refugio donde el ser humano vulnerable a los peligros del mundo se resguarda para vivir en sosiego, el hogar se convierte en esa extensión de lo humano donde el individuo alcanza el recogimiento luego de enfrentar al desafiante mundo. En su seno, la realidad azarosa vuelve a ser amable en la cercanía del calor íntimo. El ser humano gana identidad en el arraigo que el vivir dentro le profesa; de no ser así, vagaría eternamente en la incertidumbre y el desamparo.

			El problema que enfrentamos hoy es que la casa contemporánea refracta ese sentido del hogar fuera de la vida actual del ciudadano y lo instituye como un relato mítico. La chimenea que unía a los amantes en torno a su fuego, hoy es la calefacción que conforta al trabajador extenuado; la cocina cuya lumbre cooperaba en el arte culinario del individuo creativo ha sido sustituida por el rápido microondas. Ya no son acogidos todos los locales de la casa como cuando alguien leía tumbado en el sofá de la sala o buscaba respuestas a sus pensamientos en el cielo abierto del patio; hoy todo se reduce al dormitorio donde están la televisión, la computadora y el
La casa ha perdido su representatividad como hogar único de afiliación e intimidad; hoy parece ser un recinto de ambivalencias dispares: sitio del reposo y del trabajo, el escenario de esporádicas convivencias sociales y el ámbito vacío de las reuniones virtuales, el depósito de los objetos testamentarios y el devorador de equipos automáticos obsolescentes y reemplazables. Empero, la casa sigue siendo el sitio del final del día, la última línea en la frenética cotidianidad, pero a la vez es el sitio despreciado cuando comienza la dinámica del tiempo aprovechable, ese tiempo de la eficiencia. Ella bien puede ser una morada y un reclusorio distante al sentido de hogar.

			Cuando es una morada, su habitante no llega al recogimiento de paz y contemplación, sino que se sumerge en un estado frenético de gasto temporal con intenciones de esparcimiento donde la televisión,

			

				

				

					
Tanto para quienes trabajan de ocho a doce horas diarias en oficinas o fábricas, como para quienes se recluyen en una habitación a remover laboriosamente los códigos informáticos de sus computadoras y
Otro estudio global realizado por la OIT en el 2019 reveló la carga en intensidad laboral de los trabajadores. Así, los empleados temporales en Centroamérica tienen una intensidad mayor que en otras regiones y más general que los trabajadores manuales y profesionales que responden principalmente a elevadas demandas cuantitativas y emocionales. Asimismo, en torno al tiempo laboral, son frecuente las largas jornadas de trabajo que incluyen días del fin de semana, e incluso los autoempleados trabajan horas demás.

			

				

				

					
Fue en tenor crítico-reflexivo que Byung-Chul Han adujo que el individuo occidental admite su autoexplotación por un fin mayor a su individualidad benigna. La positividad de lo idéntico es ese fin. El sí-puedo-hacer es el dogma positivo que sumerge al individuo en la sobreabundancia, ahogándose en el cansancio y violentando su pacífica existencia. El ser humano, preso del agotamiento provocado por una egolatría proactiva hacia el éxito anticoligante de sí mismo, no rechaza, sino que admite a la superproducción, al sobrerrendimiento y a la supercomunicación que el mundo tiene en exceso para darle. Por eso, y para ello, trabaja arduamente hasta quedar extenuado de sí mismo y enfermo.

			

				

				

					
Dicha extenuación se refleja en la casa del 'trabajador/a' donde, él o ella, se recluye no para protegerse de las amenazas externas, sino para, en cuerpo y espíritu, cebarse de externalidades dentro del espacio hermético y contenedor que su casa le brinda. Así, sale cebado de positividad, listo para más trabajo, más beneficios, más dinero, más consumo y más cansancio.

			La casa es el ícono objetual del hartazgo del éxito desgastante. Ella absorbe el impacto del desgaste ocupacional, las depresiones y los diversos síndromes psicopatológicos del individuo, devolviéndole nuevos bríos. Funge como el lodazal anegado donde el habitante ahoga sus pulmones y se infla; el lodo son los sedimentos de penurias, decepciones e insatisfacciones mezclados con la abundante agua de la positividad, la efectividad y el rendimiento.

			El individuo autoexplotado no encuentra reclamos en un
La casa no es más el centro del mundo del ser humano, ahora lo es el trabajo, el espacio donde el
La casa citadina es un instrumento más en esa regulación porque regula la negatividad de los desafueros del habitante y legitima la positividad. Ella es menos que la máquina lecorbusiana, pues representa una pieza de esa gran maquinaria que es la ciudad. La ciudad no empieza a partir de la puerta de la casa, sino desde las puertas mentales que dejan pasar a los imaginarios sociales.

			Siguiendo a Han, esa máquina de rendimiento autista

			

				

				

					
Para la ciudad instrumentada, la casa pasa a ser la necesaria residencia que asume al mero-residir-por-conveniencia. En ella, el individuo adulto mora temporalmente luego de terminar su jornada laboral para después abandonarla y volver al trabajo. También ignora su unidad doméstica mientras uno de sus locales baste para adentrarse en el espacio mediático y en el ciberespacio. Con esto, la casa parecer haber cambiado hacia un objeto que muta constantemente en varias formas figurativas y funcionales, cual una de ellas es ser el lodazal donde ahogar los desafueros.

			Otra forma figurada y funcional de la casa citadina es ser un depósito de cosas temporalmente suficientes pero insuficientes. En ella quedan las regalías del exceso de trabajo y consumo que la decoran. Muebles, equipos eléctricos y ornamentados la van llenando. En ella prima la funcionalidad impía de albergar cosas; cosas que llegan y se van cuando se acaba su tiempo de presencia. La persona habitante también cumple con esta caracterización de cosa en su condición de arrendataria. Si llamáramos hogar a esta casa depósito, entonces cada objeto y mueble tendría un valor emocional incorporado, serían símbolo de una estirpe e historia y pasarían a la eternidad en torno al fuego hogareño que define a una familia y a una herencia. Si lo hiciéramos, ninguno de esos objetos comprados, rentados, adquiridos por diferentes vías, fueran desechables, sustituibles por otros más actuales y modernizados, más ineficientes en el tiempo y ajenos a la casa.

			Si reconociéramos como hogar a este depósito rellenable tan sólo porque nos protege de la intemperie, entonces no habría diferencia entre una casa, una bodega y un almacén. En estos términos, la casa no sería un objeto emocionalmente diferenciable cual hogar, sino un receptáculo. Por otro lado, si reconocemos que en ella se lleva a cabo una forma particular de habitar basada en la utilidad de la descarga y recarga del ser humano en rendimiento, entonces ella sería un cubículo: un cubo de entropía cinética.

			Un cubículo también es ese local reducido dentro de una oficina o despacho donde el flujo energético del trabajo va y viene, por lo que, en este sentido, la casa y la oficina guardan similitud. La única diferencia es que, en la primera, hay un carácter despojante ingénito, mientras que en la segunda el carácter es incorporativo exógeno.

			Ahora bien, todos estos sitios del hábitat mencionados tienen un valor de uso y otro de cambio asignados conforme a sus utilidades prácticas en el mercado. En el mundo capitalizado actual, la casa posee un valor de uso relativo de acuerdo con las necesidades, exigencias y estilos de vida de las personas, y tiene un valor de cambio fluctuante debido a sus cualidades rentables y vendibles. No obstante, hoy el ofrecimiento habitacional de la casa ha dejado a un lado el predominio del valor de uso para preponderar el valor de cambio.

			

				

				

					
La casa citadina es ya un objeto de producción, rentabilidad y consumo, más que un refugio donde construir la vida afectiva y la herencia.

			

				

				

					
El afán del ciudadano contemporáneo de moverse en lo idéntico y de alcanzar el éxito individual queda expresado en las características físicas, ambientales y decorativas de la casa. Comúnmente ellas son diseñadas y construidas en masa bajo criterios homogéneos. Las inmobiliarias y desarrolladoras habitacionales se ciñen a la repetición masiva de una forma residencial de bajo costo donde habitarán la clase media y baja.

			

				

				

					
Normalmente, las familias obreras pasan poco tiempo en esas casas clonadas porque trabajan la mayor parte del día. Las familias pudientes apenas usan toda la vivienda como un sistema de espacios afectivos. Tanto una casa como la otra son vendidas o rentadas repetidamente a nuevos propietarios o inquilinos quienes rentan o venden por igual. Al final, todas estas personas son pasantes en sus casas, incitadas por la unificación de las ofertas en el mundo. La flexibilidad y globalización laboral, la libertad empresarial trasnacional o la búsqueda de diferentes condiciones de vida que ofrece el mundo abierto son factores de esta pasantía.

			La casa se instaura entonces como un producto rentable de consumo temporal, estrechamente vinculada a la movilidad, al tránsito y a los sistemas de transportación. Al acortarse las distancias por medio del automóvil, el tren bala y el avión, la casa puede ser reemplazada por otra en cualquier parte del mundo; supone un objeto que utilizamos aquí y ahora y que es utilizable en otro lugar geográfico a través de su mera funcionalidad. Queda en crisis el apego emocional o la empatía a una casa vivida, pues basta con tener a disposición la materialización que ella representa. Mientras el hogar no puede ser reducido a un producto de consumo desechable, la casa sí, a la vez que es admitida en la misma liquidez en que fluye la conveniencia laboral y el mar de demandas a nivel mundial.

			

				

				

					
El disponer de una casa, de un empleo que tribute elevados ingresos, de la tecnología, del reconocimiento social y de la positividad del mundo actual son ingredientes cruciales en el éxito del ser humano contemporáneo. Todas estas son posibilidades y oportunidades que la ciudad ofrece para vivirla. No es de extrañar que sean las personas de la generación
En estas circunstancias, el éxito queda subvalorado, condenado a una celda dictada por el criterio social. Es algo heredado, pues siempre el éxito ha sido reconocido a partir de las acciones humanas con resultados positivos en contraposición a la posibilidad de resultados negativos o fracasos. Mas, en la actualidad, el éxito refiere al logro positivo a nivel social, pero negativo en lo individual porque entraña autoviolencia. Ya no es el logro excelso entre tantos otros logros usuales; ahora está convenientemente asociado con la eficacia y el rendimiento: éxito en el trabajo, en los negocios, en las finanzas, en la familia y en la sociedad.

			La familia es instaurada entonces como un éxito ante la sociedad.

			

				

				

					
Construir un hogar precisa, entre varios factores, del recogimiento puro en la casa; ése que, como fue enunciado en párrafos anteriores, lleva a la contemplación y a la paz. El hogar debe remitir al recogimiento del individuo y de la familia, ambos como representación del Uno que trasciende del Yo al Nosotros y viceversa. Al construir un hogar se posee aquello fundamental que el ser humano lega a su descendencia; es el ambiente apropiado para instruir a los hijos, traspasar valores y normas, para trasmitir una memoria del vivir y una herencia cultural.

			

				

				
Antes de que eso pase, toda casa citadina ocupada a lo largo del tiempo ha refractado el sentido de hogar fuera del presente hacia un pasado y un futuro: primero, hacia el hogar-mío de la infancia y, luego, hacia el hogar-suyo de la familia. Ese hogar-mío reconocido y memorizado pasará a ser el hogar-suyo donde la venidera generación crecerá en el núcleo familiar. Hasta entonces, el individuo autoexplotado vaga de casa en casa sin enraizarse en ellas, profundiza sus raíces en el trabajo y el éxito profesional, y se afianza al rendimiento y a la eficiencia. Su objetivo es llegar a lo más alto, no permanecer fiel a un suelo preciso.

		A pesar de que el hogar ha sido desvanecido en mera casa donde ahogar los desafueros intensificados en la vida diaria, y hoy, en tiempos de confinamiento domiciliar, la casa se vuelve extraña e intolerable, tengo confianza en que el hogar resurge. Si bien, la casa citadina actual es símbolo de una vida sin significado trascendente, de una vida con significados efímeros y consumibles en la inmediatez, el hogar vuelve a la vida humana como redención del significado de lo humano.

			La casa citadina actual es ejemplo de la dinamización frenética del vivir fugaz, del sobrevivir al evento inmediato a favor del evento siguiente, del más en menos tiempo, del gasto humano que el individuo y la sociedad desprenden cada día, del esfuerzo, la supereficacia, la sobreexplotación de los activos físicos, mentales y sentimentales, y de la pérdida. Ella es el susurro constante de que ya no somos hogareños, pues hemos canjeado ese sentimiento por el sobrerrendimiento y el superconsumo. El ser humano adulto pierde, en ese período de vida, la empatía hacia el hogar, suplantándola por la factibilidad de la casa impropia y rentable. A consecuencia deja de ser hogareño, deja de identificarse con aquello más próximo a su cuerpo y, en el proceso, se identifica con los cuerpos-otros abundantes en la ciudad, con los múltiples lugares foráneos.

			La redención está en el pasado y el futuro, en ese hogar-mío que marcó la infancia y puso la pauta del hogar genérico. Las condiciones de habitabilidad, el confort de sus ambientes, la amabilidad de sus espacios y la carga emotiva en cada uno de sus locales cualifican al hogar vivido en la niñez y fungen como factores reproducibles en el hogar a construir para las venideras generaciones. Por tanto, a consideración resuelvo que el hogar es, tanto aquel de tiempos pueriles, como ese de la vejez.

			En mi opinión, el hogar del entretiempo es un polvo difunto suspendido sobre las múltiples casas resididas; es irrecolectable e inmezclable con el lodazal de la anegación doméstica en que está sumergida la adulta persona citadina y laboralmente comprometida. Como una utopía, el hogar del pasado que inconsistente permanece flotando en la memoria, resurgirá en un futuro de cansancio cuando las personas recuperen la calma del reposo y el legado. Hasta ese momento, el hogar permanecerá disipado, difuso y misterioso para una fase de vida humana que sólo puede idealizarlo.

			Es en ese ocaso de la vida cansada que el hogar resurge para honrar la memoria e instaurarse como el hogar-mío recordado que pasa a ser el hogar-suyo del legado mnemónico. Ésta es la importancia esencial del hogar: ser referencia mnemónica del ser humano. Por ello, cuando el hogar no está presente, la memoria queda débil, incompleta, imprecisa y vulnerable.

			La casa citadina no funda memoria, más bien la disipa en un ambiente fugaz. El habitante en ella no recuerda cómo es habitar en fidelidad y pureza y por ello se doblega a las formas alternas de habitar que la modernidad o postmodernidad impone. El individuo citadino habita-sin-Habitar la urbe, el ciberespacio, la bolsa de valores, la moda, la economía neoliberal, la igualitariedad, y la positividad de ser y hacer. Metafóricamente prefiero comprender a esta persona (in)habitante, como un reptil anfibio que muda gradualmente la piel para ajustarse a los convencionalismos de la realidad ciudadana. Como un fantasma, tiene su sentimiento anclado al viejo hogar de la infancia y, como espectro reencarnado, va a construir uno nuevo para su descendencia. Con cada cambio de casa el espíritu de Habitar cambia, por eso, propugno que todo ser humano contemporáneo es
Como proverbio universal, se reconoce y difunde que la ciudad es la gran casa del ser humano sin pensarla como hogar, y ahí está el engaño. Me consta, por experiencia, que las personas de campo poseen una casa que constituye un hogar invariable e imborrable; un hogar que acoge alrededor de su fuego familiar a los objetos tecnológicos contemporáneos y no pierde su significado como símbolo de la identidad cultural de la familia y de la comunidad. Ella es baluarte mnemónico de estirpe y herencia. Entonces, ¿por qué en la ciudad el hogar ha perdido su sentido trascendental, dejando desprovista a la casa de él y convirtiéndola en su antípoda? ¿Es el uso de la casa lo que define al hogar o es su sentido trascendente? ¿Somos nosotros culpables de ello por designar tal uso conforme a su explotación? Con esto vale la pena reflexionar sobre la situación anti-hogareña evidenciada hoy en tiempos de pandemia y confinamiento doméstico.

		Las respuestas a estas preguntas llegan gota a gota y luego en cascada a partir de lo antes dicho. Primero hay que decir que, bajo cualquier régimen de explotación, las cosas pierden importancia y sentido, incluso la vida cae en tales términos. Con la autoexplotación del individuo llega su autoviolencia que distorsiona la empatía hacia la realidad y, a consecuencia, las realidades sentimentales se vuelven irrealidades despreciables. La casa citadina cae dentro de tales irrealidades y con ella el hogar se pierde en ese abismo oscuro. Sin embargo, hay una esperanza, una luz en la cima: el hogar vuelve a iluminar tras el cansancio de tanto exceso, siendo el horizonte de la tranquilidad y el ocaso. Es en el construido hogar-suyo que el cansancio supera a la extenuación y pasa a ser reparación finita, contemplación sosegada, recuerdo nostálgico y confianza pacífica. Este cansancio abre al ser humano para que, su sentido-de-ser y el de otros, le llene. El fin de la vida va llegando y el hogar es el mejor lugar para recibirlo.

			Saber que la vida fluye por los actos humanos y se solidifica en cada objeto invaluable que acogemos en coexistencia, es el principio de un vivir pleno, digno y trascendente. Esa solidificación de la vida deviene en memoria que las venideras generaciones recordarán y harán suya. La casa actual no es igual a la de antaño, pero el sentido de hogar perdura a través de los años. Este es el sentido inmanente al vivir en absoluto cohabitar con el mundo, y es el sentido trascendente en significado. El significado de hogar perdura, aunque el objeto que lo represente mute. El hogar no se ha perdido, ha sido ocultado durante un período de la vida humana.

			Hoy las personas adultas en confinamiento domiciliar padecen los síntomas de ese ocultamiento y no soportan permanecer tanto tiempo dentro de las casas cuando ya se les han agotado las opciones para consumir el tiempo, cuando ya no hay programa televisivo que enajene ni Internet que absorba. En estas circunstancias, la mera casa objetual es un total reclusorio inabandonable y sus estragos en las emociones y psiquis se hacen palpables. La vulnerabilización doméstica a la que se ha sometido el ser humano autoexplotado queda en evidencia.

			Basta puntualizar que todo ello es un efecto secundario de la droga que el capitalismo nos ha suministrado. La acción de vivir resulta conveniente para los intereses económicos, pero el ser hogareño es un obstáculo. La persona que ama a su hogar no sede ante la globalización ni la competitividad neoliberal, se apega a lo propio reconocido sin importar los descalabros del mundo ignoto y fágico; preferiría sobrevivir en el calor de su hogar, que perecer devorado por los designios, convencionalismos e imperativos externos. La casa impropia es un dispositivo del sometimiento, y el sentido de hogar es momentáneamente desvanecido entre la rabia de eficiencia, los desenfrenos de individualismo y supremacía, la vehemencia del rendimiento y la idoneidad, las ansias de éxito y la autoexplotación positivista.

			El exceso de positividad interfiere en la perdurabilidad del hogar, porque el habitante de ciudad asiente a las prerrogativas del paradigma antrópico del Hombre Prometeico que, como bien refirió Han,

			

				

				

					
El hogar siempre será la cadena benigna que nos define como seres humanos a diferencia de las máquinas y las deidades; que nos da fortalezas más que vulnerabilidades. Conservar su esencia humana sirve de fuerza y consuelo ante las dificultades y calamidades. Pero, cuando es un lodazal donde ahogar los desafueros, pierde esa esencia protectora. Es necesario entonces rescatarlo como pradera donde sembrar sentimientos y ser resilientes en contra de nuestras vulnerabilizaciones cotidianas.

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